La danza de la fortuna

En octubre de 1979 tuve un llamado del azar. Llegó un domingo por la tarde pero yo no me di cuenta en el momento, recién a la noche supe la noticia.

Mirando por la tele los resultados de una nueva fecha del torneo local entendí que había alcanzado los doce puntos en el Prode, aquel juego de lotería basado en los partidos de fútbol. El máximo puntaje era trece puntos, lo cual podría entregar una verdadera fortuna. Con doce puntos era muchísimo menos dinero, y más si la fecha no arrojaba resultados sorprendentes, pero si esos encuentros producían un batacazo inesperado podría haber allí una cifra interesante. De acuerdo con los resultados que se dieron pensé que mucha gente debía haber alcanzado los doce puntos, pero igual fue una gran alegría. Se ve que algún espíritu bueno me convocó para tirar unos pasos en la danza de la fortuna. Estaba con Mónica en casa de unos amigos en Villa Crespo cuando en un programa deportivo dieron la noticia. Me quedé callado y no dije nada, tal como marca el manual. Cuando salimos hicimos casi media cuadra, detuve la marcha, me paré frente a Mónica y dije:

- Recién me di cuenta que con los resultados de hoy saqué doce puntos en el Prode, estoy reseguro, me acuerdo de cómo armé la boleta, no sé cuánta guita es, pero unos mangos de arriba no nos vienen nada mal.

- ¡¿No me digas…?!

Mónica se empezó a reír fuerte, cosa que casi nunca hacía.

- Mañana me voy a la lotería y averiguo, ahí es donde garpan. Seguro que es una guita con la que un par de cosas vamos a hacer… Una vez que sepa la cantidad, pensamos, ¿te parece? Ojo que hubo un par de partidos que no estaban en la cabeza de muchos, por ahí, quién te dice, pinta una guita copada. Mañana cuando te pase a buscar por tu casa ya voy a saber y armamos algo.

A la mañana siguiente ingresé al edificio de la Lotería en la calle Santiago del Estero y pude enterarme de que era una cantidad respetable venida de algún cielo de santos del palo. Mientras caminaba por el Centro calculé que podríamos ir a Mar del Plata e invitar a Graciela, la hermana mayor de Mónica, y a Koki. Con esa plata me haría cargo de los pasajes y de un hotel de barrio, viernes, sábado y domingo, un par de comidas… O sea, que podría bancar un fin de semana para los cuatro. Sería un viaje corto, gasolero y feliz. Recordé esas palabras del gordo Aníbal Troilo que hacen a la filosofía tanguera: "la plata sirve para tres cosas, gastarla con amigos, jugarla o regalarla".

Fui a Constitución, ingresé a la estación con una sonrisa envidiable dirigiéndome a las boleterías. Pregunté horarios, días, y finalmente compré cuatro pasajes con quince días de anticipación. Saldríamos el viernes por la mañana y llegaríamos a la tardecita, con tiempo para buscar un hotel económico.

A la noche esperé a Mónica en la esquina de Vera y Darwin para empezar a dar la notificación. La cara de Mónica fue reveladora: ella no conocía Mar del Plata, su hermana tampoco, lo cual empezaba a parecer un sueño. Al rato llegó Koki y ni siquiera sabía que yo había ganado al Prode.

Mar del Plata no es cualquier lugar. Los cuatro venimos de familias pobres y esa ciudad, desde muchos años atrás, estaba destinada a los ricachones que vacacionaban tranquilos, donde pedorreaban a más no poder con el dinero producido por la explotación, la estafa y el robo. El problema lo trajo Perón cuando tuvo la idea de instalar allí hoteles de los sindicatos para que los trabajadores sepan lo que es el ocio, disfrutar de las vacaciones, el mar, la playa, y no ver por unos días las caras sufrientes en el trabajo, un detalle en el que ningún político había pensado. En el barrio varias familias que estuvieron allá contaban maravillas, la relataban como un paraíso cercano. Ya la palabra mar se metía por entre las ropas produciendo sensaciones nuevas, como todo lo desconocido.

Cuando yo tenía 15 años, el dueño de la casa que alquilábamos con mis viejos tenía una de sus viviendas vacías en Punta Mogotes y nos la ofreció por 15 días, solo había que pagar el viaje y la comida. El gallego se anotó un poroto. Así los tres conocimos esa ciudad y su mar.

Aquellos quince días de espera se arrastraron lentamente por las calles de Villa Crespo. Nos veían las caras de ansiosos y sonreían, hicieron que muchas horas corrieran inútiles atrás de no sé qué cosa. Fue inolvidable la noche anterior a la partida: cenamos en la pizzería de Corrientes y Dorrego. Los cuatro éramos los mejores intérpretes del himno a la alegría mientras yo me sentía una especie de Robin Hood villacrespense.

A la mañana siguiente nos juntamos temprano en la esquina de Juan B. Justo y Vera, fuimos hasta Corrientes y ahí tomamos el 65 para comenzar la gran aventura. Bajamos del bondi cuando Constitución era una marea de gente corriendo nerviosa hacia sus lugares de explotación. Al ratito ya subíamos a ese tren que parecía nuestra propia nave espacial. Pocas veces vi tanta alegría junta entre nosotros. Claro, nos conocíamos de chicos pero nunca habíamos hecho tal cosa.

Los viajes dan su propia clase de magia. Les había prometido almorzar en el vagón comedor: para hacerla hay que hacerla bien, dicta una de las consignas barriales. La única manera que conozco de comer mientras no vemos siempre lo mismo. Las milanesas estaban más ricas que nunca y las papas fritas tenían gusto a un elixir que servían en el bar que regenteaba Zeus en el Olimpo.

Qué placer ir caminando por el tren mientras avanza. Escuchar el hipnótico ruido de los rieles quejosos mientras la provincia de Bs As pasa veloz a través de las ventanillas. En cámara rápida algún abuelo con su nietita en brazos mueve esa manito inquieta que saluda a los viajantes. Volvimos a los asientos y los cuatro hablábamos sin parar en un acelere lógico. Al instante Mónica sacó de la cartera un paquete de Chocolinas como para que la fiesta sea completa. Yo encendí mi grabador Toshiba y sonó "Ultimo tren a Londres", de ELO, ¡qué justo! En esos momentos Mar del Plata prometía más que Londres.

El sol de mediodía le daba color a los barrios rudimentarios y tranquilos que iban a las corridas mostrando algunas de sus casas de grandes dimensiones con jardines al frente. Así transcurrió el trayecto, no había freno para los comentarios y en los cuatro se notaba una necesidad imperiosa de estar ya en La Feliz.

Caminar esos anchos y antiguos andenes de la estación fue una consagración. Ya estábamos ahí, era como andar pensando en el inicio de otra vida. Tomamos un colectivo y aparecimos en la avenida Independencia al 4000. Una vecina le pasó a Koki la dirección de una gallega, viuda, republicana, que tenía un hotel económico sobre esa avenida, un barrio tranquilo pero a unas cuantas cuadras de la playa.

Uno de los hechos que más recuerdo se empezó a dar en un bodegón cerca del centro en la noche de ese viernes. El dueño del bar vio que yo estaba con una guitarra criolla y me propuso cantar varios temas para entretener a los comensales y atraer a otros a cambio de la cena de los cuatro. Cuando vio que la cosa era un éxito me propuso hacer al rato otra entrada, y ya con una plata a manera de pago. Canté algunos temas y en otros me largué a acompañar a cantantes improvisados que se me acercaron. La ventaja de tener buen oído, conocer unos cuantos acordes, más la caradurez necesaria como para acompañar a los borrachos.

Una de las mesas estaba ocupada por una pareja con todo el aspecto de jipones, parecían sapos de otro pozo. El tipo, rubio, grandote, cara de gringo, con todo el aspecto de concheto local, me invitó a sentarme mientras pedía otro vaso al mozo para convidar. Un rato después contó que era descendiente de una familia de la oligarquía local, lo mismo que su mujer, también rubia. A ambos las familias les habían dado un importante dinero para que se muevan con independencia, no con afán de ayudarlos sino para alejarlos sin dar el mal ejemplo al resto. El chabón dijo ser dueño de una discoteca que hasta yo conocía de nombre: Banana, en la afamada avenida Constitución.

Incluso propuso un dinero interesante para que el domingo próximo me presente en ese boliche y toque esos clásicos de rock argentino más algunos tangos que había escuchado esa noche. Les aseguro que esa guita que prometió nos salvaba el fin de semana. O sea, no solamente íbamos a gastar lo que había ganado al Prode sino que teníamos resto como para volver con plata en el bolsillo o darse en Mardel la gran vida… Por supuesto, opté por esto último, como se debe.

Antes de retirarse, la pareja de mecenas nos invitó para que el sábado a la noche vayamos a Banana a bolichear, en pleno furor de la película "Fiebre de sábado por la noche".

El sábado a la mañana nos levantamos temprano para ir a ver el mar; los otros tres nunca lo habían visto en persona. Bajamos del bondi frente al Hotel Provincial, que reconocimos por las postales, por la televisión. Donde se asomaba en verano a saludar a cholulos la turra de los mediodías. Vimos las estatuas de lobos marinos, quizá los marplatenses más famosos y los más hartos de los turistas. Apuramos el paso de manera llamativa, bajamos las escaleras de a dos escalones, pisando arena que se metía en las zapatillas como muestra gratis. La playa yacía mojada, sentimos la arena resbaladiza y seguimos con cuidado. Con Mónica nos quedamos parados, y mientras el viento sur nos despeinaba ferozmente ella pensó en voz alta:

- Nunca vi algo así... no se ve nada del otro lado… es increíble.

- No se parece a nada de lo que siempre vemos.

Mónica apretó mi mano izquierda con una mezcla rara de nervios y amor.

- Lo que siento debe ser lo que la gente dice que es estar emocionada… nunca pensé que iba a estar frente al mar. Eso solo pasa en las películas de amor donde a mí nunca me van a llamar.

- ¿Cómo no? Yo estoy trabajando en una y vos sos la protagonista.

Giró y se colgó de mis hombros, y mientras llegaba a mi cara fue separando los labios dejándose caer en un beso adolescente.

- ¿Cómo fue que se te ocurrió semejante idea? Supongo que la mayoría de la gente si gana una guita así, o le viene de arriba, piensa en gastarla en ropa, se compra algo, qué sé yo, no hace esto… Las negras estamos para otra cosa, la gente tiene otros proyectos para nosotras…

- Debo ser un negro de piel blanca…

- ¿Será porque sos peronista? Mi vieja siempre me dice que cuando llegó de Corrientes los únicos que no se burlaban de ella, de su cantito, eran los peronistas.

- Es que el peronismo es una compañía, entre otras cosas… lo bueno es que lo pensé y fue lo primero que se me ocurrió. Una vez saliendo de la cancha de Atlanta no sé por qué me dijiste que nunca habías visto una playa, ni el mar.

- Vos sí que sos un loco lindo. Pensar que una vez estaba en el almacén de María, yo tendría once años, más o menos, y una vieja del conventillo de Darwin me dijo: ¿ves esos que están parados en la esquina, ahí enfrente? Tené cuidado porque son raros, son faloperos, sobre todo esos dos de pelo más largo, y te señaló a vos y al turco Ismael.

- Y bueno, por eso vos estás acá mirando el mar mientras ella estará viendo Telenoche.

- Qué lindo que fue anoche cojer sabiendo que afuera había otra ciudad…


Es extraña Mar del Plata, parecen dos ciudades en una. Está la que arman para los turistas, la careta, la comercial, esa que levanta la cortina y vende todo a cuatro manos; después, si uno rasca la olla, aparece la otra, la que está atrás del decorado, la de los locos, los que son castigados por no estar a merced de los turistas, los que se amontonan en las villas de las afueras, los que van a la playa porque se criaron ahí, conviven con el aire de mar, los que no tapan toda la arena con celofán, como cantaba Charly.

Nosotros caminábamos las calles buscando a esa gente, creo que ellos eran quienes nos miraban y sabían que estábamos ahí solo por un golpe de suerte. No teníamos cara de estar quince días pedorreando, no, apenas un finde y a rajar; les hablábamos como a cualquier persona y no dándoles la orden de atendernos. Ellos nos miraban sonriendo, entendìan todo, los pobres nos olfateamos.

A la tarde nos sentamos en uno de esos bares de la rambla en donde corren carreras a ver quién pone más platitos en la mesa cuando uno pide un vermouth. Tomarse un café con leche con medialunas frente al mar, con ese aire salado dando vueltas por ahí, rozando la mejilla como un beso cuidadoso, el ruido lejano con un lenguaje distinto a las bocinas y frenadas conocidas, fue un flash para cuatro.

Fuimos otra vez hasta la arena, muy cerca de donde el agua recorta un límite que siempre se mueve; me parece que el mar tiene su propio azar. Se recostaban con óxido los esqueletos tristes de las carpas, y las voces chusmas que allí se guardan eran el recuerdo de diálogos con la nada.

- Me estoy acordando, ni sé por qué, de esas noches en que íbamos al parque Los Andes, con un frío terrible, y vos llevabas tu grabador y me hacías escuchar un disco largo de Genesis en vivo.

- Ah, sí, cuando me compré el cassette de Seconds out, una biblia.

- Sí, ese… me acuerdo de que era cómico escucharte explicarme todo, las canciones, los climas, lo que hacía cada instrumento y yo que no entendía nada… pero lo hacías con tanta pasión, que yo pensaba, este me explica todo y así, porque me quiere, le ponías una pasión para que yo entienda lo que no podía entender, y yo hacía tanto esfuerzo para pescar algo de todo eso que al final me parece que una termina por comprender cualquier cosa, es que cuando alguien nos explica algo con amor me parece que todos somos genios…

- Mirá de lo que te venís a acordar, el mar te pone melancólica…

- No sé cómo me pone porque es algo que recién conozco, pero me acordé, sobre todo de tu tono de voz, casi todos cuando te explican algo parece que te amenazan, si no entendés enseguida viene el reto, y esto era todo lo contrario. Además vos pensás que si yo comprendo lo que vos amás te voy a querer más, y eso es lo que me daba ganas de seguir escuchando. Genesis siempre me suena cariñoso.

El afinado susurro del mar pareció ir in crescendo, mientras un viento suave, fresco, chocaba tímidamente en mis labios y la lengua salía a humedecer lo cercano. Ella miraba y se perdía en una lejanía propia. No me animé a preguntar en qué estaba pensando para no interrumpir su viaje. Puse una mano en su cintura, ella hizo lo mismo y sentí que por única vez en mi vida abrazaba a una sirena.

- Me estoy acordando de una canción que decía "sentado frente al mar, mil besos yo le di…".

- "después le dije adiós, todo termina aquí y ella me dijo así…", "Puerto Montt", de Los Iracundos, ¡un temazo!

- A mi mamá le encantaba. Una vez puso el disco, me abrazó y empezamos a bailar en la pieza. Me apretó fuerte contra su panza y cuando vino el estribillo noté que se ahogaba, movía fuerte la panza: estaba llorando, pobre mi vieja, me apretaba para que no la vea llorar. Y yo me daba cuenta pero no sabía qué hacer, hacía unos días mi viejo se había ido de casa, estábamos tristes, no sabíamos qué hacer… se había quedado sin laburo, la habían echado de la fábrica Volcán. Tuvo tanta mala suerte con los tipos… siempre estuvo muy sola, vino de Corrientes con los hermanos pero eran más grandes, y ella laburaba todo el día por dos mangos...

La abracé, pero ella seguía con la vista sumergida entre las olas y la espuma.

A la noche nos bañamos en lo de la gallega y nos pusimos lindos.

- ¿Eso te vas a poner?

- Me dijiste que íbamos a un boliche careta, que ahí van los chetos de Mardel, ¿qué más elegante puedo ponerme que la 10 del bohemio, loco?

- Y bueno…

- Quedate tranquilo, botón, que arriba me voy a poner una campera, te salvaste que acá hace mucho frío de noche.

- Encima me tratás de botón…

- Y bancatelá, ¿le hacés el trabajo sucio a los patovicas de la puerta?

Salimos a preguntar qué colectivo nos llevaba a la avenida Constitución, más precisamente a Banana. Una zona bacana, con todos y todas con el disfraz de sábado a la noche. Se movían con sumo cuidado, intentaban que el look no se perturbara, que los peinados artificiales sean eternos. En la puerta preguntamos por los capangas, y los porteros, que simulaban ser finolis, ya estaban avisados que debían dejarnos pasar.

En la barra, los anfitriones sonreían. Alicia y Norberto parecían chochos de alquilar un espacio a los felices con permiso hasta las cuatro de la madrugada. De inmediato preguntaron qué queríamos tomar y la respuesta fue inmediata: un trago que contenga vodka. Se apersonó un colorado vestido como en un hotel, armó un cóctel, lo empezó a sacudir con bronca controlada y, cuando lo consideraba a punto, nos lo fue sirviendo a cada uno.

Por supuesto que las dos chicas eran menores, pero eso a nadie le importó. En realidad Mónica era una mina de 16 que parecía de 20: su físico imponía esa confusión. Atravesábamos la época en que las discos se transformaron en el centro de la diversión. La película "Fiebre de sábado por la noche" tuvo tal impacto, fue tan bien vendida, que en muchos lugares, sobre todo los clubes, organizaban concursos para elegir la pareja "Travolta".

La mayoría de los tipos calzaban esos zapatos con plataforma y taco alto que todos vimos en el film. Muchos con el típico saco de corte ajustado y esas camisas lisas de colores que saltaban con soberbia por encima de las solapas. Los pantalones súper bien planchados por madres orgullosas y acampanados sin campanas. Cuando sonaba una de las canciones de la película la pista parecía explotar de gente, se hacían los pasos debidos, los movimientos eran bastante coordinados y las caras mostraban un esmero por conseguir lo pensado durante toda la semana. Si yo no entendí mal en ese film se cuestiona duramente eso de ir a bailar como revancha a una vida gris. Con un personaje de clase baja que ve pasar una existencia mediocre desde la pinturería donde trabaja, deambula por su barrio sin futuro, un perdedor con carné. Tiene una barra de amigos que de vez en cuando se bate a duelo con otras en un círculo de violencia y penas que no se van nunca. Entonces el sábado va al boliche, baila como uno del Bolshoi y los tipos lo miran con envidia, mientras las minas le insinúan todo eso que él quiere vivir. Así es muy difícil despertarse, lo entiendo al chabón. Finalmente conoce a una bailarina clásica, una estudiante de danza que le pone varias cosas en claro, minita de clase media. Habla de arte y no de levante, siempre aparece una mina que nos aviva y pone la flecha en la dirección correcta. Esta chica acepta ir con él a un concurso en la boîte pero le explica que todo eso no tiene nada que ver ni con la danza ni con nada, lo empuja a salir de todo eso. Los marketineros son tan geniales que enviaron a la gente a vivir todo lo contrario y acá estaban tratando de confundirse. Pero había algo importante que me generaba respeto, se los veía divertirse, riendo a espaldas de cierto destino fotocopiado, insultando las huellas de un rebaño fiel. Los aplaudí desde una mirada furtiva.

Al rato estábamos en la pista moviendo todo lo que tenemos. Mónica baila con gracia esos ritmos tan bien calculados en los escritorios. Yo la voy carpeteando mientras noto que el éxtasis va haciendo de las suyas sin consultarme. Calza un vaquero Robert Lewis de segunda selección que interpela a todos mis ratones, promete que no los va a dejar tranquilos durante muchas horas. Se pone de espaldas, no sé si sucede así o es el vodka, pero parece que bailara más lento. Yo me voy atrás de todos los movimientos de ese culo que es revoleado junto a todos los mapamundis que existen. ¿Cómo es que tiene toda esa gracia? ¿Por qué todas sus curvas se tornan brillantes bajo esas luces y en el mismo instante? ¿Cómo hizo para girar y ya poner en una mirada pícara todas las esperanzas posibles que pude reunir? Debajo de esos reflectores multicolores y cómplices yo la miraba y viajaba con destino a la nada, cacheteado por la dulzura. No me quedó otra que dejarme llevar; todo intento por frenar la situación era en vano. Uno va como si fuera un planeta que se sale de su órbita y está condenado a irse, y va, y nunca encontrará una estación ni un sistema solar que lo haga dar vueltas en un solo lugar. Un físico me dirá que eso no puede pasar, pero seguro que es un tipo que no se enamoró nunca.

Me acercaba a sus orejas bellísimas y le cantaba en un inglés villacrespense: "Then I get night fever night fever, we know how to do it… gimme that night fever night fever, we know how to show it…", y ella reía como si uno fuera un profe de inglés con años de experiencia en un colegio de San Isidro.

Un tipo se paró junto a ella, me miraba no sé desde dónde, giró y se tomó una de sus muñecas, luego hizo lo mismo con la otra, se fue agachando a ritmo, ajustó el cinturón, estiró su brazo derecho y con el dedo índice parecía señalar a todos y nos recorría, perfectamente sincronizado con la música. Yo hacía lo que podía pero la felicidad me impedía tener una mínima noción de la competencia. Ahora Mónica mueve el torso de manera que esas tetas que dios, el diablo, o no sé quién carajo le dio… parece que van a irse hacia su propia noche debajo de la camiseta de Atlanta.

Comencé a mirar todo desde otra antena que conseguí poner más arriba. Vi cuatro pibes pobres dando cátedra de esa categoría de sorpresa que solo se ve en los barrios. Una alegría tan genuina como la desesperación por tratar de agarrar todo para que se quede ahí por mucho tiempo. No va a suceder, pero se lo intenta.

Ella era una pendeja de dieciséis años, con una infancia apurada por crecer, una familia desordenada que la empujó todavía más para que crezca rápido y se haga cargo de sus hermanas más chicas. Que a los nueve años vio chorrear sangre entre sus piernas cuando nadie le había advertido que alguna vez le llegaría la menstruación. Una mujer de pocas palabras porque la infancia veloz le enseñó a ser eficaz, a mostrar más que a explicar, a cuidar antes que a jugar. Siempre tuve la sensación de que ella se anticipaba a todo lo que iba a pasar, o, al menos, lo adivinaba un ratito antes. Por supuesto que estaba abierta a la novedad, pero estas debían ser certeras y no boludeces ya gastadas. Como toda persona que habla poco escuchaba mucho, tomaba nota en el aire y tenía un plano hecho a las corridas de muchas personas. Sabía recibir alegrías y guardar enojos, era de entregarse casi ciega a lo copado, pero el perdón le parecía solo algo de lo que se habla en las iglesias pero que nadie lo cree posible. Una pareja escorpiana, con Marte y Plutón sacándose chispas.

Los cuatro estábamos en la cola, desde hacia años, para disfrazar vidas comunes, intentar con destino incierto superar un poco a nuestros padres, lo cual no parecía una tarea complicada, pero cada dos por tres el país se sacudía en una crisis inexplicable que nos obligaba a volver al inicio, un juego de la oca triste al que le gustaba cada tanto venir a visitarnos.

Koki andaba bailando por ahí, lo hacía bien, era un tipo con una oreja de piedra para entonar, lo demostraba todos los domingos en la hinchada de Atlanta. Pero tenía muy buen ritmo para bailar, y su cuerpo, creo, hacía todos los movimientos que él le pedía. Graciela, como el noventa por ciento de las mujeres, bailaba con gracia natural, algo que les debe venir de fábrica, no hay que olvidar que danza es una palabra femenina. Nunca supe si eso que veo en las minas cuando bailan es lo que ocurre en la realidad externa o algo que un filtro de admiración pone ante mis ojos, es imposible que me de cuenta. Casi todo lo que hacen las mujeres excede a mi imaginación.

Vinieron los esperados temas lentos, lo que suele definirse como la hora de la verdad. Ahora íbamos a ver en la pista a las parejas con serias posibilidades de avanzar varios casilleros. Volví a acercarme a sus orejas súper bien dibujadas para entonar:

- "How deep is your love"...

- Si me lo cantas es porque la letra dice algo que me querés decir.

- Eso significa algo así como "qué profundo es tu amor…"

- Solo a vos te parezco profunda.

- Porque sos la desconocida que mejor conozco, por eso me enamorás.

- ¿En serio que estás enamorado de mí?

- Estos son los mejores momentos de mi vida.

- Lo decís porque estás borracho.

- Estoy borracho porque estoy enamorado de vos, es una manera sana de festejar, si estuviera careta no me daría cuenta de nada y no diría un carajo.

- Qué linda esta canción, siempre la escucho en la radio.

Reaccionó de inmediato a una melodía atrapante.

- ¡Temazo! Es la ELO y la canción se llama "Confusion".

- Qué hermosa…

- Es una canción que debe ser maravillosa para componer...

Qué momento cuando una pareja baila un tema así, cuando los dos saben que es la antesala de una cojida atrapante que llegará en unas horas para espantar toda duda. Los cuerpos se refriegan a ritmo y a uno se le para de tanta invención.

El vodka laburaba sin parar y el sonido del tema se hacía aún más ampuloso, la voz de Lynne sonaba desde arriba de las nubes marplatenses y los teclados parecían manipulados por extraterrestres. Hay un coro al final que desde otra ciudad denuncia una confusión mientras se aleja y nuestra nave, con perfume de mar, abraza y junta a los pobres.

Cuando la tuve desnuda y brillando en mi mundo la recorrí con los labios mientras pensaba en el mar. Cuando uno recorre el cuerpo de una mujer desnuda viaja tranquilo sabiendo que no tiene destino, se deja ir en la sabia certeza de que no va a llegar a ninguna parte.

Dormimos tan desnudos como entrelazados por todos los brazos que soñamos dejar crecer. La piel casi sin uso de ella me rozaba recordándome a una colcha resuave de mi cama cuando era muy chico, que me gustaba recorrerla con la mejilla, con la palma de la mano, lo recuerdo como uno de mis primeros placeres. Amanecí buscando entre las sábanas verdes las escamas de una sirena que había robado. Soy Ulises de Villa Crespo y estas son mis credenciales.

Más tarde fuimos al bar del hotel a desayunar. Podíamos elegir entre medialunas, algunas facturas, criollitos de grasa o tostadas con mermeladas, que la gallega preparó cuidadosamente.

- Pensar que vamos a terminar de desayunar todo esto que está riquísimo, nos vamos a quedar mirando la tele y después no hay que levantar nada ni lavar nada, esto no existe.

- Sí que existe, lo trajo Papá Noel vestido de rockero.

- Claro, y está todo de rojo porque es de Independiente.

- Es el Papá Noel del trapo rojo, ese que odia el mierda de Videla.

- Hablá bajito por las dudas

-Acá no pasa nada, Mónica, la gallega es republicana.

- Le puse a las tostadas una mermelada que decía arándanos, no sé qué es eso pero está riquísima.

- Ni idea qué es, será una fruta de por acá.

La mañana marplatense regalaba su encanto sureño. El aire seco primero preocupa, parece que el frío va a complicar las cosas, pero al rato uno se acostumbra, pierde el miedo y va por ahí como si nada. El domingo pensábamos viajar de regreso, pero esta posibilidad de cantar unos temas en Banana y cobrar un buen dinero, me dio para reservar un día más para los cuatro y bancar las comidas. Ahora el lunes quedaba muy lejos.

Volvimos a la playa. El viento nos recibió y fue acomodando el pelo a cada paso. Ese vocerío constante de las olas es uno de los pocos ruidos que no perturba, más bien conduce a un estado de espera no se sabe de qué cosa, debe ser algo de las películas. El agua pega en las rocas, salta, dibuja en el aire mil formas y vuelve a caer junto a una espuma que no tiene detergente. El sol le puso toda la onda pero el aire helado me pegaba en la cara, tenía los labios raros, como a punto de pasparse. La mejilla de Mónica continuaba suave, a pesar de todo. Los dieciséis resisten al viento y los labios lo putean por lo bajo.

-Una vez en sexto grado me dieron una tarea sobre el Mar Argentino, la hice pero no le puse onda, la maestra se dio cuenta y me retó, y yo le dije: "¿para qué voy a investigar si yo nunca voy a ver el mar", me preguntó por qué y le contesté enojada: "el mar está para otra gente, seño, yo apenas conozco la pileta de Atlanta…". Y ahora estoy acá, ¿este es el Mar Argentino, no?

- Sí, era cuestión de esperar.

Ella sacó un pañuelo del bolsillo de la campera de jean y se cayó sobre la arena un llavero con el escudo de Atlanta.

- Hoy debo ser la única hincha de Atlanta en todo Mar del Plata.

- Bueno, mató, entonces sentite especial.

- Ah, no, Koki también… entonces somos dos los bohemios sensibles…

- Koki también es de Atlanta, claro, esto parece la tribuna bohemia.

- Ahhh, qué gracioso… Somos pocos porque no necesitamos más, además así nos conocemos todos, cuando me llevás a ver al rojo no saludás a nadie, no tenés ni idea de quiénes son todos esos que están ahí, hacen un gol y no te podés abrazar con nadie conocido, me tenés que abrazar a mí, pescado....

- Sabés las veces que en un gol abracé como si fuera mi viejo a cualquiera y fui feliz…

- Y sí, pero es más lindo abrazar a alguien que vive a la vuelta de tu casa, a alguien con quien fuiste a la escuela o al que te lo encontrás el lunes en la carnicería.

- Me acuerdo de aquella noche en el Parque Los Andes cuando te chamuyé para empezar a salir.

- Sí, que yo te dije que no, pero al toque te dije que no sabía por qué te dije que no, jajajajaja, cosas de minas…

- Yo aproveché la confusión y te di un beso, me pusiste la palma de la mano en la mejilla y yo flasheé, siempre pensé que después de esa mano en la cara pasé a ser otra persona.

- ¡Qué exagerado!, lo que pasa es que me gustó que mientras yo no sabía qué hacer vos me besaste, me dio ternura… pero sos chamuyero, ¿eh?.

Fue inolvidable aquel momento del primer beso entre nosotros. La noche del domingo 7 de mayo de 1978 para mí es una fecha fundacional. Había estado con varias mujeres, conocía muchas cosas pero solo en la superficie. Este beso fue la inauguración de una serie de emociones inéditas, ciertos temblores carnales que marcaron un camino que no conocía.

Por la noche llegaron a Banana un montón de personas que daba la impresión que nunca iban ahí. Miraban todo como algo novedoso, lo único que los hacía sentir cómodos era que sonaba otra música, rock progresivo inglés y rock argentino. Varios temas que pasaban se podían bailar pero eran de otro palo. Los ocultos jipones de la ciudad marcaban presencia, esos que salían con sumo cuidado porque la policía de la dictadura era hostil en todos lados: acá tampoco se la iban a perdonar. Un sonido chico pero potente aguardaba preparado en una tarima ubicada en la pista.

Llegó bastante gente alrededor de las once. Saludé, alcé la guitarra y armé una especie de fogón rockero sin picnic. La gente me recibió con mucho agradecimiento, incluso el vodka hizo que hable bastante antes de cada tema. Parecía una ceremonia rockera para acercarnos y ser felices por un rato. Se dio cierto clima de living, con la gente comentando cosas, exclamando ante temas clásicos, se respiraba ese aire a corporación que tanto nos fortalece, en un tiempo en donde siempre jugábamos de visitantes. Pero al final los rockeros somos locales en todo el país.

La mañana del lunes era fría, quizá acorde con la despedida. No teníamos ganas de irnos y cada paso hacia la estación se estiró lo más que pudo. Caminando por el andén le pregunté a Mónica:

- ¿Estás triste porque tenemos que volver?

- Triste no, estoy acostumbrada a que las alegrías sean cortitas, por eso lo disfruté mucho, esto es lo mejor que me pasó en la vida.

Fue la primera vez que alguien me dijo que lo que le propuse hacer resultó ser lo mejor que le pasó en su vida. Y eso me lo expresó mirándome fijo a los ojos, la voz sonó justo como acompañar a una verdad revelada, como un viejo secreto de tres días.

La estación parecía muy vieja, desde los techos nos miraban unas chapas duchas en despedidas y tironeos. El tren aguardaba quieto pero nervioso, a lo lejos se veía la Diesel largando humo de a ratos mientras la gente subía lentamente. Tuve la corazonada de que el maquinista se sentía culpable de arrancarnos de allí. Un diariero gritaba que ganó Alvarado y su voz retumbaba con una acústica envidiable. Fuimos subiendo tranquilos, no había dolor ni dudas de último momento. La felicidad seguía ahí, la teníamos bajo las ropas, en las Chocolinas, en las sonrisas amotinadas que se miraban sin necesidad de decir nada, en las pilas tiernas de mi radiograbador. Aquello que empezaba a ser recuerdo estaba partido en cuatro pero esta vez prometía juntarse, pegarse con Poxipol y mantenerse por muchos años. Las voces golpeaban las chapas y caían con mayor volumen, se unían con risas que añoraban volver.

Nosotros veníamos de familias que no viajaban a Mar del Plata ni a ninguna parte. Por ahí en su luna de miel el sindicato los apadrinó por un instante y les permitió un viaje relámpago, escenas que conocimos por fotos amarillas y chiquitas. Como esa de mis viejos en un hotel de Villa Carlos Paz, donde se los ve abrazados, sonrientes, casi sorprendidos. Detrás hay un letrero enorme que dice Asociación Obrera Textil, la obra social de mi vieja en sus tiempos de obrera en la fábrica de medias Doura, en Villa Crespo. Posan con las miradas perdidas, que, seguramente, se fueron detrás de un cuadro que les mostraba la imagen de ambos haciendo una realidad soñada, enamorarse, casarse, ir de luna de miel y sacarse una foto que retrate la dignidad política que los rozaba y que amagaba quedarse para siempre.

Un tipo que venía gritando del otro vagón ingresó al nuestro. Vendía turrones y se me acercó: quería hablar conmigo, se ve que me eligió para escucharlo en medio de su borrachera.

- En 1948, cuando nacionalizaron los ferrocarriles, clausuraron la estación Sur, porque fue una que la hicieron para los oligarcas, así les quedaba cerca de sus casas, ¡qué hijos de puta...! Por eso todos odiaban esa estación: partía la ciudad en dos y nos partía a nosotros. Ahora, vos decime una cosa, pibe ¿cómo vas a tener semejante estación y la vas a abrir nada más que de diciembre hasta abril? ¿Sabés por qué? Porque en esos meses venían los ricachones a cagarse en el mar, a mandonearnos a nosotros, pero después se fueron al carajo, los sacamos a patadas en el orto… los dueños de la ciudad somos nosotros… y no esos de culo empolvao, esa gente de mierda. Hizo muy bien el General en clausurarla y poner la estación acá, en el Norte. Acá mi viejo me traía a tomar el tren para ir a Balcarce a ver a mis abuelos...

Mientras relataba todo esto vi como sus ojos se iban humedeciendo, algo del mar le andaba por ahí. No sabía nada de todo eso; es más, ni siquiera supe si era cierto, estoy seguro que sí porque me lo dijo con mucha convicción, con una voz inundada de melancolía. En un momento se quedó pensando, como tratando de recordar la cara de sus abuelos.

Volví a mirar esa parte de la ciudad, las chapas, los carteles, un quiosco antiguo donde unos tipos tomaban ginebra y se cagaban de risa a los gritos, mientras buscábamos el andén de la despedida. A todo esto, el tipo de los turrones ya iba lento hacia el otro vagón.

Mar del Plata no es lo que parece, uno se mete a caminar por la playa y se imagina que empuja a un ricachón, que este lo mira mal y cuando va a decir algo resentido la historia se encarga de pegarle una soberana patada en el culo.

Ahora Mar del Plata también se abría para nosotros, el mar nos podía mirar a los ojos y pedir perdón por aquella complicidad con esos turros, aunque por las noches, dicen los poetas marplatenses, el mar se aquieta y pide disculpas por haber mojado los cuerpos que no debía, porque mantuvo a flote y sin embaucar a gente que está ahí convencida de que esa es agua bendita porque ella la toca. Aquellos que ríen fuerte, con el desparpajo de los infames y tratan de poner un rato al sol su helado odio de clases. La vieja estación de Mar del Plata debería ser declarada lugar histórico, seguramente es la estación que vio más sonrisas explosivas, que se dejó correr por pibes y chicas que le llevaron el desenfado de los conventillos, las risas fuertes y maleducadas de los desesperados, que allí llegaban para conseguir un poco de calma. En esa estación debe estar el eco de tantísimos sueños de esos soñadores que nunca figuran en ninguna lista. La estación obrera, la ciudad de la revancha, el mar que pide disculpas, la arena que jamás nos va a ensuciar, el viento que nos despeina para demostrar que es solo un viejo juguetón sureño y que por lo bajo asegura que jamás será un viejo choto y gorila. Habría que caminar por Mar del Plata con la sospecha de que uno está viendo una serie de capas que cubren otras, calles bajo calles, un mar debajo del mar, otro Hotel Provincial y no ese donde almuerza Mirtha Legrand, y otro cielo arriba de ese que vemos en las agencias de turismo. No es una ciudad para recorrerla con anteojos, no servirían de nada. Regresé a Mar del Plata en otras oportunidades y siempre que vuelvo la recorro desorientado, creyendo que no termino de descubrir la ciudad verdadera. Por ahí hay que venir de sorpresa, sin anuncios y de madrugada, con traje de cronopio. Hay que mirar mucho, concentrarse, dejarse ir sin miedo, sin esperanzas de explicaciones. Entonces las sirenas asoman y hablan un idioma que cada uno sabrá comprender.

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