A la carga Barracas
Conocí a Julio Montivero una noche de carnaval del año 1976, en una reunión de amigos y conocidos donde el recuerdo de los corsos y de toda la liturgia carnavalera nos fue presentando. La reunión se dio en una antigua casa de la calle Australia, en pleno Barracas. La mayoría era gente relacionada de alguna u otra forma con la cultura, ya sea por trabajos artísticos o por tareas docentes, y si bien no estábamos ahí para debatir sobre el tema, lo cierto es que la melancolía, por la ausencia con aviso de Momo, nos puso contra la pared de quince.
Julio tomó la palabra en el momento en que se comenzaba a reflexionar sobre la llegada a estas tierras de aquel rito romano. Lo hizo, a mi criterio, de manera brillante, perspicaz, y con un gran conocimiento del paño. Al comienzo pasó revista a las festivas costumbres que se daban en épocas de gloria, luego ensayó ideas imparciales intentando explicar la raíz de su prohibición en los tiempos de Rosas. A su turno, cada uno tuvo la oportunidad de hacer conocer su opinión, algunos con mejores performances que otros. Pero fue en realidad Julio el único que consiguió acaparar la atención mediante una manera casi hipnotizante de contar.
Su mezcla de hippie nativo con gaucho bonaerense lo convertía en el personaje de la noche. Canoso, con una prolija barba caudillesca, esto seguramente dicho por sugestión, de unos cincuenta años, dueño de una contextura física robusta, tenía en la piel cierto color argento que sólo se puede ver en la zona pampeana. En su estilo de discurso exhibía una narrativa tan locuaz como aguda, cruzando hábilmente de lo patético a ciertas reflexiones humorísticas. Relataba con parsimonia campechana, soltaba términos de campo seguidos de palabras del lunfardo más tanguero y siempre daba la sensación de hacerlo en la medida justa, era un verdadero orillero en plenos setentas. Con semejante cóctel puedo asegurar que producía en los oyentes algo así como la sensación de estar frente a un antiguo juglar tan criollo como infalible, y en su mirada estaba la prueba de que lo sabía.
Ya no recuerdo la razón por la cual el encuentro se me hizo más corto de lo esperado. Sí tengo registrado en la memoria el paso por esas calles de Barracas, que eran algo así como un despilfarro de sombras. Quizá exagero por recordarlas amplias hasta la brusquedad, arrastrándose sobre un empedrado endurecido a fuerza de una lírica densa. Calles por donde fuimos caminando con Julio dándole vueltas al asunto del carnaval, comentando algún corso de la avenida Montes de Oca. No encontramos ningún bar a nuestro paso, por esa razón continuamos la charla a pocas cuadras de allí, en una vieja casona de la calle Iriarte, a la que llegamos después de atravesar el desolado parque Fray Luis Beltrán.
Ni bien puse los pies en ese patio de baldosas tuve la impresión de ingresar a otra época, como si de pronto todo se hubiera transformado en una conspiración contra los tiempos actuales. Cuando me encontré sentado en la silla de madera que se apoyaba sobre uno de los rincones de la cocina, comencé a convencerme que sólo la voz del pasado le haría un lugar al asombro.
Por sobre la mesada, en la que alguna vez funcionó una cocina a carbón, colgaba un viejo cuadro, viejo de verdad, lo reafirmo por haber visto todos esos fieros detalles que el paso del tiempo fue describiendo sobre el marco. Dentro del mismo, un enigmático personaje parecía mostrar las huellas de un eterno insomnio. Julio dijo que era su abuelo, don Eliseo Montivero, que había elegido ser desertor para no tener que verse enredado entre injusticias, crímenes y entregadas.
Mientras Julio destapaba una botella de ginebra Llave contó una historia que, creo hoy, necesitaba expulsar de una memoria enferma. Esto lo comprendí unos meses después, quizá, al enterarme por los diarios de que Julio había muerto en uno de esos confusos tiroteos, sin sobrevivientes ni testigos, que organizaban las patotas del perverso Batallón 601 allá por el invierno del año 1976. Al tiempo alguien me contó que lo habían secuestrado de su trabajo y a los meses apareció esta noticia del enfrentamiento. Lo habían visto en el Campo de Concentración conocido como “El Olimpo”.
El relato que sigue tiene que ver con su abuelo Eliseo, el que, al ser capturado por el ejército de ocupación, fuera enviado a un fortín de la Frontera Sur en tiempos de la mal llamada “Conquista del Desierto”.
Son los primeros días del mes de junio de 1879 y, para Eliseo Montivero, el Tribunal Superior no era más que un recuerdo resentido. Ya había sufrido, en algún lugar de la provincia de Buenos Aires, cuarenta y ocho horas de estaqueo bajo el vuelo sugerente de los caranchos y nadie podía darle información acerca de su llegada al infierno. Lo llevaron montado rumbo a un silencio incurable.
A sus oídos pendencieros habían llegado tiempo atrás pobres comentarios acerca de “La zanja de Alsina”. Si hasta recordaba un sargento culón y borracho hablando sobre el plan del gobierno en una pulpería de Tapalqué. Aún le resonaban las miedosas risotadas de todos ante aquella tibia explicación: había que cavar zanjas para que los indios no pudieran arrear ganado. Pero Eliseo ignoraba estos planes que lo tendrían como anónimo protagonista. Una trama feroz en la que paisanos, separados a la fuerza por los turritos de Buenos Aires, se dan muerte unos a otros para abonar tierras de familias oligarcas.
Con el abominable proyecto de arrasar La Pampa y La Patagonia los trompas de Roca ya habían dado el toque de carga, y al grito de “Viva la patria” desenvainaban los sables con odio casi gringo.
Mientras tanto, Eliseo Montivero llegaba con la tropa al lugar que sería su exilio, o quizá habría que hablar de su llegada a un estado diferente del exilio, un estado en donde aprendería a matar por razones ajenas.
Cuando la partida se aproximó al fortín pudo ver al soldado que desde el mangrullo no hacía más que escudriñar la soledad, esa asquerosa soledad atada con tiento en las almas de los olvidados de frontera.
Una voz ordenó desmontar y, ni bien se acomodó en la galería, le informaron que no era el único desertor “pescado” por aquellos cazadores de hombres: en el calabozo de campaña permanecían en silencio otros cuatro descarriados. Uno de ellos, moreno, entrerriano y con el mote de irrecuperable, iba a ser fusilado a primera hora de la mañana, acusado de dar muerte a un sargento de la policía rural allá por Santa Fe.
Horas antes del fusilamiento, el entrerriano viviría su propia noche de gloria merced a una vieja costumbre del Teniente Coronel Bedoya: concederle al reo una comida lujosa con carne asada a elegir, buen vino mendocino, tabaco para mascar la sinrazón, y una encamada con la sirvienta del propio Teniente Coronel. “Por lo menos tendrá una despedida alegre –comentó Eliseo– no como esos pobres infelices que pierden la vida en cualquier trabada, con la panza vacía y los huevos llenos”.
A la mañana siguiente, ni bien despuntó el alba del once de junio, todos oyeron la descarga del pelotón que fusiló al entrerriano, no así sus gritos desesperados, que se fueron ahogando bajo el fuerte sonido de los tambores, y que recién cesaron cuando alguien aseguró la muerte del moreno.
Con el repiqueteo de los fusiles aún en las orejas salió una partida al mando del propio Bedoya, en lo que iba a significar la primera excursión de Eliseo como soldado raso. Se ajustó con desgano el quepis, apretó las espuelas a cada costado del caballo y se dejó llevar por el ritmo cansino de un trote novedoso. Llevaba bajo el gastado uniforme la prueba de una cruel derrota, quizá era sólo eso lo que sujetaba con las riendas, el dolor de un atrapado en la más extraña cárcel que se haya imaginado jamás, una prisión a campo abierto regenteada por desertores de otra categoría.
El resto de la tropa cabalgaba con la vista clavada en el pescuezo de aquel animal que ahora era su símbolo, quién sabe las cosas que pasaban por la cabeza de esos hombres tristes, dicho esto porque nadie parecía dispuesto a preguntar sobre supuestas alegrías, ni mucho menos sobre la pesada herencia del dolor, puesto que no quedaba tiempo para aflojarse, sólo cabía la posibilidad de mostrar una resignada disposición a cumplir con un destino mezquino, el de matar para seguir viviendo.
Eliseo ensayó una sonrisa cuando recordó, cómo no iba a recordarlo justo en aquel momento, aquellas tardes en el rancho con la mirada recorriendo las vigas de madera que cruzaban el techo, el sonido de la roldana bajando y subiendo con el balde viejo, el hermoso ruidito de los pies descalzos de su Romilda entrando a la galería. Por eso el odio le hace levantar la cabeza para ver, en la polvareda que levantan unos avestruces, aquella escena de cuando un ejército de cagones entró en su rancho pateando la mesa de tablones, y mientras lo sacaban de los pelos, a la rastra y a punta de fusil, no pudo ver por última vez a los dos chicos que lo lloraban.
Años después esos chicos fueron separados también de Romilda, su mujer mocoví, por una ley del siniestro Sarmiento, que proclamaba a viva voz la separación de los hijos de los indios para integrarlos a la civilización, una aberración que sólo empezó a doler cien años más adelante, cuando Videla decretó lo mismo. Sarmiento tuvo la complicidad de los historiadores, de derecha y de izquierda, que volvieron a ocultar o a justificar una más de las tantas atrocidades del sanjuanino. Seguramente hay una identificación de esos historiadores con una figura falsa que siempre representó a los fantasmas ocultos de esos faenadores de la Historia. Nadie lo va a reconocer en voz alta, pero siempre tuve dudas sobre aquellos que tienen explicaciones lógicas sobre los inexplicables.
Se acordó de aquellos tiempos en los que recorría la frontera norte buscando cautivas. Cuando recibía plata de familiares que habían perdido alguna mujer a manos del malón y entonces allá marchaba Eliseo a negociar armas, caballos o alcohol en alguna toldería, tratando de rescatar a la mujer blanca que desee volver, porque algunas elegían quedarse luego de haber enamorado al cacique.
Al llegar a un pajonal, uno de los jinetes descubrió a un indio que, en menos que canta un gallo, montó y salió de disparada. Lo siguieron un buen rato remontando la margen este del río hacia el norte. Al llegar al Salado Urre Lauquen dieron con una toldería. Eliseo comprendió que lo que venía era ni más ni menos que su propio bautismo de fuego.
Un pequeño malón se reagrupó a escasos cuarenta metros. El que parecía ser cabecilla hizo unas señas incomprensibles para el ojo cristiano, y mientras un viento frío chocaba contra la piel curtida de todos, el Teniente Coronel ordenó al trompa tocar a cargar. Esos metros que separaban a Eliseo de aquel enemigo impuesto parecieron un pasillo al matadero donde se sorteaba la vida ajena. Paredes, un sanjuanino de quien se llegó a decir que estaba endemoniado, pasó al galope invitando: “Vamos a darle una buena sableada…”. En el momento de la embestida, los indios pusieron en marcha su tan temido desorden. Del otro lado un puñado de solitarios interpretaba groseramente lo que podía recordar sobre táctica de combate.
Sin parar de gritar como animales desbocados, los indios tratan de lancear algún cristiano, a tiempo que alguno que otro revolea unas boleadoras se producen las primeras trabadas.
El cabo Sosa, con su Remington, hace blanco en la cara de uno de ellos, que se apura en llevar ambas manos a la cara, pero ya es tarde para atajarse: el chorro de sangre baja sin freno y el cuerpo comienza a rodar, entre quejidos, por el pastizal.
A escasos metros de allí, Eliseo hace chocar su sable contra una lanza, revolea otra vez y le corta la espalda al indio que sigue unos metros más. Cuando vuelve por la revancha, Eliseo tiene tiempo para esperarlo y medir la estocada final, que penetra esa panza desnuda. Años después, Eliseo Montivero recordaría en cada pulpería, en cada borrachera, esa aspiración fuerte y prolongada seguida por el grito rabioso que despide una vida bizarra.
Todavía faltaba morir un tercero, ensartado por Paredes, para que la indiada intentara un atolondrado repliegue. Entonces se escuchó la voz asustada del Teniente Coronel Bedoya pidiéndole al trompa que toque la orden de reagruparse.
Fueron capturados treinta de chusma (todos los que no eran guerreros, mujeres, viejos y niños) y apareció por detrás de todos una cautiva, una cristiana de unos veinte años, tan asustada que no supo cómo hacer para alegrarse.
Al volver, en cuanto hicieron un alto para que los caballos tomen agua de una zanja, Eliseo se quedó mirando al sanjuanino Paredes. Este desmontó y sacudió su quepis. Mientras Montivero confirmaba lo escuchado la noche anterior en el fortín, ya no aquella superchería sino esa definición de gaucho corajudo, de alguien que había sabido pelear al lado del Chacho Peñaloza antes de ser capturado y que ahora, prisionero de la llanura, intentaba vengar la muerte de un hermano.
Fue lenta la vuelta al fortín. Se podría asegurar que marchaban sin alegrías ni tristezas. Andaban como escondidos bajo la visera del quepis, comenzando a olvidar el pasado, sin conciencia de la existencia del presente y dejando la palabra futuro para el palabrerío de los gobernantes. Esos hombres iban al trote mientras los atravesaba una maraña de intrigas, abandonando de vez en cuando algún indio para que no contagie a la tropa de viruela. El alférez Ramírez tenía un termómetro que en determinado momento llegó a marcar 12 grados bajo cero. Eliseo se preguntaba de qué estarían hechos esos tipos que ahora eran prisioneros, que iban montados en pelo, completamente desnudos y enceguecidos por un odio distinto.
Ni siquiera la presencia de una caballada, vacas y ovejas que habían tomado era capaz de mover algún músculo de esas caras que regresaban al fortín bajo una helada espesa. Sabían que los contadores de esas muertes que venían de provocar andaban por otros caminos, desconocidos, casi extranjeros, quizá de otro mundo, un mundo que giraba en la rueda de una modernidad que era sólo un simulacro, como un hámster atontado que, desde arriba, es observado por alguien que pagó por ese encierro.
Eliseo Montivero tardó en dormirse esa noche, daba vueltas en el catre como un perro mañero, temiendo estrangularse con algún sueño. Su vigilia argumentó que nunca antes lo había visto peleando a muerte por una victoria suicida. No tardó en levantarse y sin siquiera encender la vela buscó de memoria la botella de ginebra Llave. La misma que Julio está vaciando sobre mi vaso, bajo la misma oscuridad.
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